Ladeaba la cabeza, y tenía los ojos entrecerrados.
Su piel olía a baño y espuma de afeitado, y su sonrisa, siempre tan cegadora, iluminaba la estancia que aparecía ténue bajo la luz de las velas.
Si no fuese, porque conocía su aprensión por la luz en desmesura, hubiese jurado que aquel idoneo hombre, que aparecía bajo el manto de la perfección, esperaba a una mujer.
Pero él no estaba conquistando fémina alguna, su cuerpo temblaba con la música, mientras esa pícara sonrisa se ensanchaba con los nuevos acordes de su violín.
Y allí, dedicado a la única mujer que amaba (la música), estaba el hombre a quien había jurado odiar. Mas su dulce felicidad, me hacía tan absurdamente plena...
Respiré hondo y deshice todo pensamiento de mi mente.
Sé bien, que debí de enloquecer, no por la muerte, que en poco me había conseguido cambiar; enloquecí por la vida que él me había arrebatado, por su destrucción masiva, porque no había sido lo suficientemente fuerte como para seguir adelante si él ya no estaba... porque me había demostrado que yo era un ser débil.
-Pero ya nunca más. Ya no seré débil en tu cuerpo, querido- dijo esta palabra con recochineo y resignación- ahora serás tú quién tiemble bajo el poder de mi escarchada piel.
De pronto una sensación de terror invadió mi traslúcido cuerpo.
La música había dejado de sonar, y él, como si hubiese visto un fantasma, me miraba, con los ojos completamente desorbitados y la mandíbula tensa de puro terror.
Mas él no me veía, de eso bien me había jactado.
-¿Alma?
-¿Alma?
Esa sensación de terror que antes había sentido se impuso.
Mi cuerpo, se había tornado rígido, mas la creciente falta de gravedad, pronto desentumeció los agarrotados músculos de ultratumba. En un rescoldo de mi corazón, el engranaje se había activado.
Ni la muerte, la maldita muerte me había apartado del mundo de los vivos, al menos no del todo.
La maldita muerte, comprendí de pronto, no me había alejado de él. Él aún podía oirme, y supe, mientras él aún pudiese sentirme, yo no moriría del todo.
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