Cuando estaba allí, dormido bajo el sueño de la inconsciencia, casi sentía como si nada hubiese ocurrido. Como si la negruzca neblina de mi mente desapareciese por un instante, instante en el que sentía que todo podía ser como antes.
Entonces me sentaba a su lado, lo observaba con ternura y rozaba su cara con mis traslúcidos dedos.
Entonces él temblaba, su labio hacía un mohín y cuando mi mano dejaba de rozarle le sobrevenía la calma de nuevo.
En ese instante todo se truncaba, era consciente de que ya no podríamos estar juntos, y de que nuestra historia no tenía cabida en el mundo; mundo al que ya no pertenecía.
Y así pasaba los días, demostrando odio y ternura, más aún a sabiendas de que no debía sentir.
Y me sentía, desmoralizada, frágil... otra vez suya.
Me daba cuenta de que la muerte no me había matado, y era así que mis sentimientos seguían siendo suyos. Supongo que aún le amaba, y que hacerlo, era inevitable; demasiado inevitable.
Aquel, supongo, había de ser mi condena.
No, no odiaba a aquel hombre, odiaba amarle... Odiaba mi muerte como había odiado mi vida.
Y tenía miedo, el mismo miedo que veía en sus ojos cuando él despertaba.
Entonces y sólo entonces comprendía que aquella historia que comenzó un día de otoño, bajo un magnolio de un páramo cualquiera... había muerto, con la desesperación de una mujer que amaba, lo que ningún hombre podría ofrecerle. Una mujer que amaba incluso más allá de la vida.
Suspiré, cuando con un último beso en la mejilla él despertó de sus sueños.
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