Froté una vez más el cristal, intentando (ya por pura cabezonería) que la mancha saliese y quedase "como tiene que ser". Sin embargo, por mucha especulación que hubiese en mi mente, la mancha no saldría del cristal, de la misma forma que la pelirroja mujer no saldría de mi mente.
Suspiré. El olor a café impregnaba cada esquina, ya ni el olor a limpiador conseguía nublar mis sentidos; era el inconfundible olor del mejor café de la ciudad.
Humeante y esponjoso, salía en tazas de cerámica blanca, decoradas con motas doradas y una pequeña flor (que yo de casualidad había descubierto) blanca en el anverso de la taza, esperando quizá a que alguien descubriese, su seguro muy secreto, secreto escondido.
De pronto la campanilla sonó, repiqueteando en la puerta con un din-din metálico.
-¡Marissa, atiende tú, estoy ocupado!
Marissa siempre había sido mi mentora, la que había permitido que aún conservase la cabeza en su sitio, tras aquella lejana locura, que aún hoy me acechaba. Sin embargo no salió de la cocina, ni hizo amago de hacerlo (¿Fue intencionado?. Posiblemente) así pues me giré, trapo en mano, y con un " Bienvenido a...", me quedé atónito.
Ella pareció aún más sorprendida que yo, lo cuál no hizo si no preguntarme :"Acaso no fui yo quién llevó aquella máscara?" Quizá no.
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