domingo, 26 de junio de 2011

En otoño (alma)


La brisa acariciaba mi rostro, poniéndome, muy a mi pesar, la carne de la cara, de gallina. La brisa arremolinaba mi pelo en mi nuca, en mis labios y en mis ojos, impulsándome, dejándome muda, ciega...

Yo, me dejaba llevar, con los brazos abiertos y la sonrisa repleta de luz, mientras, veía con cuidado, caer las hojas.
El aire de otoño, olía a misterio, a locura, a colores que cambiaban del gris al naranja, que hacían preguntarme si alguna vez, se cansaban de mudar sus colores; preguntarme si no sería, acaso, un camaleón gigante, mudando la piel, de árbol en árbol, de sol a sol.

La hojarasca, revoloteó de pronto y allí estaba, mi flor en tu mano, revoloteando libre, sin querer marcharse de tu lado, jugando con tu palma abierta. Y tú a mi lado, ofreciéndome la última margarita abierta, llena de primaveras y anhelos.

-Esto es tuyo ¿verdad?...

Me miraste, sólo para añadir, poco después, que aquello no podría ser de ningún otro.

Yo asentí, segura de que empezabas a dudar de mi posible estabilidad mental, pero porqué engañarme, en aquel momento no tenía estabilidad mental alguna. Mi mundo empezó a girar, alrededor de tu ego, y tú mientras me mirabas, como absorto y anhelante, mientras con un suspiro colocabas una flor en mi pelo, colocando mis suspiros, mis anhelos...

-Me llamo Ángel- me miraste esperando una respuesta que no llegaba, para después añadir- ¿Cómo te llamas?

-Alma- respondí, sin poder apartar los ojos de tus labios, que vibraban como si estuvieses cantando una canción de cuna (después descubriría que aquella no era si no tu melodía interior)- ¿tocas?- te dije refiriéndome a tu violín.

-Sí, no, no sé...- lo pensaste un segundo y después agregaste- supongo.

Entonces cerraste los ojos, colocaste el violín bajo tu barbilla, y con tu música empezaste describirme mejor de lo que cualquier hombre sería capaz de hacer jamás.

Recorriste mis labios rojizos, mi largo cabello negro, mis ojos grises... recorriste mi mundo, con una música que me hizo amarte. Aprender a amarte.

Después abriste tus ojos, ceso la música, sonreíste y con un mohín burlesco, añadiste:

-No puedes llamarte Alma, ciertamente, no te pega.

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