-A veces pienso que lo calculas todo, por el mero echo de que no puedas ser lo suficientemente frívola como para controlar lo realmente primordial; tu vida.
- Quizá no te equivoques- le dije, con un tono de amargura ya impregnado en mi voz- o quizá simplemente sea esa la obviedad que induce a todo hombre al mismo error; caer en mis brazos y no poder soltarse jamás. Aún hoy hay hombres que mueren de amor.
Me giro con la única y absurda intención de atisbar temor en sus ojos; atisbo, que a mis ojos escapa:
-Los hombres mueren de amor Elizabeth, no de placer, no confundas la cordura de una buena ración del mejor de los sexos, con la locuaz locura del verdadero amor.
-¿Y quién habla de amor verdadero Mark?, dudo que mi boca haya pronunciado ante ti, barbarie tal.
-Tus ojos, ellos hablan de amor. Ellos hablan de que aún reside dentro de ti la lujuria y la insensatez de la niña enamorada que un día fuiste.
Me sorprendió descubrir el matiz (sutil) de sus palabras :" la niña enamorada que fuiste" y no "la que debiste ser".
A veces, Mark, cuyo perfil era el de un joven insondable y sin "dos dedos de frente" conseguía sorprenderme hasta el punto de llegar a resquebrajar la ya insondable (o la casi insondable) armadura que bien llevaba ceñida a mi cuerpo:
-Elizabeth, no temas. Sé bien que tu alma yace marchita en algún recoveco de tu inhóspito corazón, pero es más, sé que tú alma aún está dentro y...
-¡TÚ NO SABES NADA!
-Elizabeth, déjame enseñarte a amar.
Aquel niñato, desgarbado y consentido, provocó una erupción de sentimientos encontrados que sin duda alguna hubieran estallado en la profundidad de mi más absoluta soledad, pero que allí, en compañía de un necio (un necio demasiado guapo) no llegaría a florecer jamás.
-Querido Mark, tú nunca has aprendido a amar. ¿Pretendes acaso que el alumno enseñe al maestro?, no sigas con tu escéptico cinismo, sola me basto y me sobro.
Me giré empujando la puerta con la esperanza de que Mark desapareciese tras ella, mas supe, en el mismo instante en que su mano rozó mi brazo, que aquello, no acabaría en infortunio.
Su mano, se deslizo altanera y arrogante por mi brazo, con la seguridad de un amante experto, mas esta vez, su piel ardía de una forma expectante, casi anhelante, de una sinceridad que yo jamás (o eso creía) había depositado en él.
Agarró con delicadeza mi cintura, acercándome suavemente a su pecho. Su cuerpo, se contrajo cuando rozó el mío, como si mi presencia hubiese intimidado la suya propia.
Entonces fui yo, como hechizada, que sucumbí a unos encantos jamás vistos en aquel hombre.
Deposité mi mano en su hombro, con una suavidad y anhelo que yo apenas recordaba como propio, y sin embargo él, no me poseyó, como cualquier hombre hubiese poseído a una mujer.
Rozó mi labio con los suyos de una manera tan inocente y desintencionada, que fui yo la primera sorprendida. Entonces, clavó su mirada en mis ojos, y tras un susurro que identifiqué a duras penas como un :" yo te enseñaré a amar", se despidió de mi, dejándome una vez más a las puertas de una felicidad que se me antojaba casi inalcanzable.