Me siento segura. La máscara me protege.
El sol me ciega, y aún a cubierto, tengo la intensa y penetrante mirada del gran astro, sobre mis hombros.
Una mujer de mediana edad me observa. Por su mirada deduzco que desaprueba mi aspecto : "Envidia" me digo.
Dirijo mis pasos al centro de la pista y espero a que un príncipe enmascarado aparezca y me haga bailar.
No me ando con sutilezas, allí en medio de la pista, me siento libre (parte de culpa tiene la máscara, roja y negra, que tapa mis ojos) así empiezo a bailar.
Muevo las caderas a un ritmo descompasado y rebelde.
La cara se me estira de pronto en una sonrisa, cuando una mano, áspera y no demasiado grande me roza.
Un enmascarado me saca a bailar, sin censura y sin decoro (como antes habían sido rebeldes mis pasos), y sé por esas, que me tendrá bailando quizá hasta la media noche.
Me siento joven.
Su mirada (tras la máscara azul- dorada) penetra cada célula de mi ser. Sé que me implora, que cuestiona mi identidad: "¿Quién eres?" me perfora.
Mis ojos verdes deslumbran bajo la luz artificial (lo sé a pesar de no mirarme; estoy tan emocionada...), chispeantes gritan: "Elizabeth, Elizabeth... " quiero que lo entienda.
Nuestros cuerpos siguen dando vueltas, bajo la capa de la ignorancia, el suspenses y la magia de una cita improvista. Apenas oigo la música.
Mis pasos se olvidan de mis 25 años, mis caderas ignoran mis inseguridades y mis falsas respuestas... el baile me contesta.
La música se detiene de pronto, nuestros pasos también.
Mis ojos observan los suyos, los suyos observan los míos.
La música vuelve a sonar, mas esta vez no nos movemos. Nuestras miradas conversan, se cuentan Dios sabe qué secretos.
Pero en aquel instante no me importa, yo confieso.
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