Y mientras la quería bajo el manto de estrellas, y mientras sus dedos acariciaban curvas imposibles y mientras sus labios besaban pasiones desatadas y mientras los secretos dejaban atrás su infancia... él se enamoró de ella.
Y para cuando terminó de amarla aquella noche, Orfeo se supo condenado. Le habían avisado de que el amor sería su quimera, de que la pasión sería su flecha... pero cuando desoyó los consejos de su padre y marchó hacia Ädulag el guerrero más joven de la tribu de los Kae-talish firmó su sentencia de muerte. Y también la de su amada.
Sin embargo allí en el suelo recostado justo a Eurídice toda condena le parecía poca por ese segundo eterno. Si tuviesen que preguntarle de nuevo y si tuviese que volver a vender su alma, sin duda, una y mil veces lo volvería a hacer. Bajaría al mísmisimo inframundo a buscar a su amada y engatusaría al gran Caronte en la Laguna Estigia.No sentiría miedo, ni pena, ni gloria... ya no podría sentir nada que no fuese un amor infinito y efímero por la beldad que se desvanecía poco a poco junto a él.
Y lloró.
Y amó como sólo aman los mortales.
Y la acarició. De la misma forma que se acarician los sueños. De la misma apasionada forma en que surge el deseo que después escapa entre escalofríos. De la misma infantil forma en que se forjan las alianzas. De esa forma la acarició. De esa forma la quiso.
Y mientras la quería bajo el manto de estrellas, y mientras sus dedos acariciaban curvas imposibles y mientras sus labios besaban su sexo y mientras los secretos rompían alianzas... él se despidió de ella.